Basilea, 28 de marzo de 1545
-¡Micer Pietro, esperad!
El pequeñajo deja de apretar el paso por el barro, se vuelve lo justo para verme y se para en medio de la calle.
-Ah, sois vos. Creía...
La distancia no me permite comprender el resto de la frase.
Me pongo a su lado:
-¿Qué intentabais decir? ¿Qué quiere decir que deben de pensar en algo distinto?
El italiano sonríe y sacude la cabeza:
-Venid conmigo. -Me lleva de un brazo hasta el final de la calle, tomamos por un callejón, su modo ridículo de caminar, como si diera saltitos, hace asomar en mi rostro una sonrisa irreverente. Este hombre tiene el extraño poder de ponerme de buen humor-. Escuchad, compadre. Aquí no hay nada que hacer. Todos vuestros amigos... -Se para delante de mi mano alzada-. Perdonadme: todos los amigos de micer Oporinus son personas muy queridas, ¿entendido?, pero no van a ningún lado. -Los ojillos negros escrutan entre las arrugas de mi rostro en busca de no sé qué-. Sus preocupaciones se agotan en las divergencias o en los puntos en común entre sus pensamientos y el de Juan Calvino. Y gente como yo, y como vos, compadre, sabe muy bien que lo que mueve el mundo es algo muy distinto, ¿entendido?
-¿Adónde queréis llegar?
Aprieta de nuevo mi brazo:
-¡Vamos, micer! ¡Nada de tomarme el pelo: si ha de ser un librero italiano quien les diga cómo están las cosas, eso quiere decir que esas lindas cabezas no ven más allá de sus propias narices! Escriben tratados teológicos para otros doctores, ¿entendido?, y el día que vengan a cogerlos para atarlos a un palo con algún haz de leña debajo, ¡tal vez entonces abran los ojos! Solo que será ya demasiado tarde. Lo que quiero decir con ello, amigo mío, es que la suerte está echada. En Alemania armasteis ruido, y las hicisteis sonadas, y luego vinieron los holandeses, que menudos juerguistas están hechos, locos como chotas, y ahora los franceses y los suizos, y Calvino que se convierte en el paladín de la revuelta contra el papado. Todo patrañas, señor mío, el poder, el poder, por esto se matan unos a otros. Por el amor de Dios no, no digo que el viejo Lutero no crea, no digo que el adusto Calvino no esté convencido, pero ellos no son sino peones. Si no les resultases cómodos a los poderosos, esos cuervos negros no serían nadie, os lo digo yo, ¡na-die!
Me libero del apretón, ebrio de palabras. Perna se encoge de hombros y extiende los brazos increíblemente cortos:
-Yo me dedico a mi oficio, ¿comprendéis? Soy librero, voy de aquí para allá, veo un montón de gente, vendo los libros, descubro talentos ocultos bajo montañas de papel... Yo propago ideas. El mío es el oficio más arriesgado del mundo, ¿entendido?, soy responsable de la difusión del pensamiento, incluso del más incómodo. -Señala en la dirección de la casa de Oporinus-. Ellos escriben e imprimen, yo difundo. Ellos se creen que un libro vale por sí mismo, creen en la belleza de las ideas en cuanto tales.
-¿Vos no?
Una mirada de suficiencia:
-Una idea es válida en tanto que se difunde en el lugar y en el momento adecuados, amigo mío. Si Calvino hubiera impreso su Institutio hace tres años, el rey de Francia lo habría mandado a la hoguera en menos que cuesta decirlo.
-Sigo sin comprender adónde queréis llegar.
Da saltitos nerviosos en el sitio:
-Diablos, escuchad, ¿no? -Saca de su inseparable bolsa un librito amarillento-. Tomad El beneficio de Cristo. Pequeño, ágil, claro, cabe en una faltriquera. Oporinus y sus amigos lo ven como una esperanza. ¿Sabéis qué veo yo, en cambio, en él? -Una pequeña pausa de efecto-. Guerra. Esto es un golpe bajo, esto es un arma poderosa. ¿Creéis que es una obra maestra? Es un libro mediocre, rebaja con agua y sintetiza la Institución de Calvino. Pero, ¿en qué radica su fuerza? ¡En el hecho de que trata de hacer la justificación por la fe compatible con la doctrina católica! ¿Y qué significa eso? ¡Pues que si este libro se difunde y tiene éxito, incluso entre los cardenales y los doctores de la Iglesia, tal vez vos y Oporinus, y sus amigos, y todos los demás no tendríais a la Inquisición detrás de vosotros el resto de vuestros días! Si este libro encuentra el aplauso de la gente adecuada, los cardenales intransigentes corren el riesgo de encontrarse en minoría, ¿entendido? Los libros cambian el mundo solo si el mundo consigue digerirlos.
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